martes, 5 de mayo de 2015

Reviviendo en San Juan

Segundas Guerras Mecánicas

La Paca llegó a San Juan herida, pero no de muerte. La tarde anterior habíamos alcanzado a llegar a duras penas hasta Caucete, donde tras bajar el gusto a humo con una cerveza helada, nos enteramos gratamente que en San Juan nos esperaba Cristina, amiga de mi vieja, y su familia para darnos un lugar en su casa. 

Acomodamos la furgo en el pequeño estacionamiento de la YPF sobre la ruta 20, y a los minutos estaba otra vez inclinada con una rueda pinchada, y sobre un charco de aceite monstruoso. Fue otra noche insoportable, la estación de servicio vende alcohol las 24 horas y es parada obligada para todos los adolescentes (y no tanto) en sus coches modernos y con estéreos estallando bachata a todo volumen. Nos despertamos temprano, todavía rodeados de borrachines tardíos, y mapa en mano intentamos contactar al seguro para tratar de llegar a San Juan en grúa y no forzar el motorcito del citro. Tras una nueva gestión infructuosa, y levantando el puño al cielo con mucha furia, hicimos el ya ultraconocido ritual de sacar la rueda, cargarla hasta la gomería más cercana y volverla a poner, para poder al fin hacer arrancar con dificultad la citro.

Llegamos a San Juan con dos ruedas en la banquina y a no más de 25 km por hora, envueltos en una nube negra de aceite quemado. Cristina nos esperaba con unos revividores mates y una ducha bien caliente, tan necesaria como las camas y la siesta que siguió. 

Con la furgo descansando segura al lado de la Estanciera del Gringo, el compañero de Cristina, empezamos a mover contactos para dejarla en condiciones de agarrar la ruta nuevamente. En San Juan, a falta de uno, hay dos clubes citroneros, y los dos nos dieron una mano enorme, recomendando mecánicos, rectificadoras y casas de repuestos, amén del apoyo moral que tanto nos hacía falta. El problema mayor, la rosca robada en el cárter, implicaba desarmar medio motor, cosa que hice en la vereda (mi taller habitual) de la rectificadora, donde rehicieron la rosca del cárter y las de la base de la bomba de nafta, que venía con problemas también. Aprovechamos la parada técnica y desarmamos las cinco ruedas, las cepillamos con la amoladora y le dimos una generosa pintada, para terminar con los problemas de óxido que nos devoraban las cámaras. 

Desarmando el motor en la vereda.

Recuperando las llantas.

Alta llanta.
Fuimos a ver un mecánico ya que era imposible poner a punto la luz de los platinos, porque se había torcido la punta del árbol de levas. Tras probar varias levas y juegos de platinos, nos dio una noticia nefasta: para él, no sólo el árbol estaba malo, el cigueñal estaba desbalanceado y nos iba a reventar el motor en breve si lo seguíamos andando así. Fueron un par de días de preocupación absoluta, malas noches, mil y un planes b, que si mandábamos el motor a Córdoba, que si nos volvíamos andando aprovechando una caravana citronera que iba a un encuentro en Las Achiras, al sur de nuestra provincia, que si desarmábamos todo ahí mismo en el jardín de Cristina... Decidimos ir por una segunda opinión, y llevamos la furgo donde Don Miguel Menéndez, mecánico de familia citronera, y conocido de Pablo, el presidente del club de Córdoba. Don Miguel sacó la turbina, destapó la caja de platinos, y con un par de certeros golpes con masa y cortafierros dejó la punta del árbol en su lugar. Con el motor regulando como un gatito, me dijo "vaya nomás, que este motor está para ir y volver de México".

Entre tanta peripecia mecánica pasaron tres semanas en la ciudad de San Juan. A diferencia de la mayoría de las ciudades, el municipio autoriza a trabajar a los artesanos en la peatonal, sin ser acosados por los inspectores ni la policía, por lo que pudimos mantener nuestras arcas a flote sin mayores problemas. El mismo permiso te autoriza a trabajar los domingos en la Feria de las Pulgas, que se llena de gente y te permite hacer una diferencia interesante económicamente hablando. Una política de estado inclusiva hacia el artesano, algo que debieran imitar en todos lados. Habitualmente se nos persigue como a delincuentes, muchas veces terminamos siendo reprimidos hasta con la policía, y lo que debería ser una experiencia cultural/laboral legítima termina siendo un constante batallar contra las autoridades que es francamente desgastante. Somos artesanos, nuestras manos tienen las marcas del trabajo que se aprende de generación en generación, del trabajo que no debe perderse entre las turbias aguas de la producción industrial y en serie y que es criminalizado por los intereses comerciales del gobierno de turno.

La oficina en la peatonal.
La oficina en la Feria de las Pulgas.
La vida en familia se nos hizo costumbre de nuevo, entre almuerzos, cenas y cumpleaños, en las largas charlas con el Gringo y su millón y medio de anécdotas de camionero y de laburante de ley, de esos tipos que no le huyen a las herramientas y al esfuerzo para seguir adelante, y con Cristina, hermana de la vida de mi vieja y tía por adopción por parte nuestra, y sus hijos Gabriela y Martín. El Tincho es músico, y muy bueno, y tuvimos la suerte de verlo tocar con su banda Mulita, en una noche en que hasta los muertos movieron la patita.


Cristina...

y el Gringo!
Llegó el momento de seguir ruta, con la Paca ya lista para seguir devorando asfalto, y después de una 
juntada/despedida con los chicos del San Juan Citro Club, y de un emotivo "hasta luego" con Cristina y los suyos, pusimos proa a Mendoza, cada vez más cerca del cruce de la Cordillera.

Mendoza, siguiendo de largo

De San Juan a Chile hay un cruce llamado Agua Negra. De casi 5000 metros de altura, es uno de los más bonitos para recorrer, aunque todo el mundo nos recomendó no hacerlo en el citro ya que el camino estaba en condiciones deplorables hasta para una 4x4. Hace décadas está la idea de construir un túnel que acortaría mucho las distancias (Coquimbo es uno de los puertos más grandes que tiene Chile), pero la desidia y la burocracia de los dos lados de la montaña hacen que quede en promesas y ni siquiera se hace el mantenimiento apropiado del camino existente. El paso se cierra de marzo a octubre por el clima, y el resto del año sólo está habilitado para unos pocos vehículos todo terreno.

A regañadientes, ya que lo consideraba un desafío personal y nos llevaba directo a Coquimbo (donde nos esperaba una tía de Ale), decidimos ir para el sur, rumbo a Mendoza, para cruzar por el Paso del Cristo Redentor, tan bello como cualquiera de los pasos que existen entre los dos países.

Apenas salimos de San Juan, me dí cuenta que el alternador no estaba cargando, y con las luces encendidas todo el tiempo en la ruta casi podía sentir la batería descargándose. Para colmo de males, en Mendoza es obligatorio circular con las luces bajas prendidas hasta dentro de las ciudades. 

Entramos a la ciudad temprano a la siesta, dimos un par de vueltas buscando camping pero todos quedaban muy alejados o se escapaban de nuestro presupuesto. Nos fuimos a hacer tiempo al parque San Martín, enorme y bello pulmón verde en el medio de la ciudad, mientras se hacía la hora de ir a la feria de artesanos que se encuentra en la plaza principal. Cuando llegamos, nos encontramos con una feria que a pesar de tener la mitad de sus puestos vacíos, no permitía el ingreso de visitantes sino hasta el jueves. Siendo martes a la noche, nos ponía en un aprieto económico considerable, podíamos probar de armar en el suelo pero la referencia de que la policía local no era muy amigable nos hizo desistir. Decidimos buscar con tiempo un lugar para pasar la noche y tratar de encarar el cruce al día siguiente, luego de hacer revisar el alternador.




Nos gusta dormir en estaciones de servicio, habitualmente tienen lugar para estacionar la furgo, baños las 24 horas, agua caliente para el mate, y con suerte wifi y duchas. En ruta solemos hacer noche en los paradores de camiones, son las estaciones con la mejor infraestructura y buena voluntad por parte de los empleados. Pero en la ciudad, la cosa es muy diferente; ya el hecho de preguntarle al playero si se puede pasar la noche ahí desencadena una sucesión de caras de culo y de excusas de todo tipo.

Fuimos así rebotando de estación en estación, tratando de conseguir un sí, y sabiendo que cada arranque de la furgo podía ser el último ya que la batería estaba prácticamente muerta; finalmente, en una YPF retirada del centro, la encargada del turno tarde nos propuso dejarnos pasar la noche a cambio de la compra de una docena de facturas. Estacionamos la furgo en la parte de atrás, preparamos sendas tazas de té para acompañar las facturas y armamos la cama para acostarnos, ya era tarde y queríamos arrancar el día temprano.

Con un pié adentro de la furgo, literamente listos para dormir, se acercó el encargado del turno noche a informarnos que teníamos que levantar campamento, ya que no estaba permitido que nadie pasara la noche ahí. De nada sirvió explicarle lo conversado con la otra encargada, desarmamos la cama y con un último arranque agónico decidimos ir para el barrio donde veríamos a un mecánico al día siguiente para reparar el alternador y de paso tener otra opinión sobre las condiciones del motor. Llegamos a otra estación de servicio donde apagamos la furgo decididos a dormir o dormir, cansados de dar vueltas por una ciudad que se nos hacía cada vez más hostil. Logramos que nos dejen dormir hasta las cinco y media de la mañana, hora en que entraba la encargada que aparentemente no era muy amiga de hacer gauchadas. 

Arrancamos la furgo temprano empujándola con la ayuda de un par de personas que esperaban para cargar combustible, y nos fuimos directo a lo de don Luis DiBlasi, mecánico citronero de los de antes, que se puso a escuchar el motorcito y nos dió el visto bueno para seguir viaje. Nos acompañó luego a lo de un electricista que reconstruyó el alternador y lo dejó listo para hacer miles de kilómetros otra vez. 

Mientras estábamos en esos trámites, aparecieron Marcos y Antonella, citroneros de ley, bomberos voluntarios y médicos recién recibidos, una pareja con un corazón enorme y que de solidaridad y entrega saben una tonelada. Marcos nos había conseguido el contacto con don DiBlasi, y al enterarse que todavía nos faltaba pasar por una farmacia para hacer un par de compras, se fué hasta su consultorio y apareció con una provisión de las pastillas anticonceptivas que usa Ale, suficientes para no tener que comprarlas hasta el año que viene. No conforme con eso, a la salida de Mendoza y ya después de habernos dado un fuerte abrazo, sacó su cargador de celular del auto y nos lo regaló, para que tengamos la posibilidad de cargarlo mientras andamos. Gente buena que nos encontramos en el lugar menos esperado, y que ayudó a que nos fuéramos de Mendoza con una sonrisa, después de una noche bastante movida.

Salimos de Mendoza por la ruta 7, camino a Uspallata, el último pueblo antes de la frontera con Chile. El camino sube constantemente, el sol pega duro y el paisaje se torna seco y amarillento. Hicimos la parada obligada para tomar mates al lado del agua en el Embalse Potrerillos, un espejo casi blanco donde el viento y el silencio son los reyes. El aire es puro como en pocos lugares, los pulmones se hinchan y el corazón quiere plantar bandera y quedarse a vivir ahí. 




Pero la Paca pedía ruta y había que seguir; como recién salida de la fábrica, la furgo subía sin el menor esfuerzo, en tercera y cuarta, respondiendo alegre a los bocinazos y señas de luces de los que nos cruzábamos, devorando asfalto enloquecida por la altura. Llegamos así a Uspallata, un oasis en la montaña donde aprovechamos para descansar y prepararnos para el último tramo del cruce, la subida mayor. Vimos el sol ponerse tras las montañas, esas que nos desafiaban burlonas y hacían acelerar nuestros corazones al punto del agobio, y nos fuimos a dormir en una estación de servicio sobre la ruta, arrullados por los motores de los camiones entrando y saliendo.


Segundos antes, sólo una pared de piedra...



Atardece en Uspallata.
Al otro día partimos temprano, después de la revisión habitual de fluídos de la furgo, y con una sensación extraña en el estómago, que el desayuno más grande no habría podido calmar; dejábamos nuestro país y lo hacíamos exigiendo nuestro corcel y llevándolo a sus límites mecánicos. Pasamos por el Puente del Inca, donde ya despertábamos miradas de envidia en su estacionamiento, al lado de vehículos mucho más modernos y sin tanto espíritu guerrero, liquidamos la fruta que nos quedaba y seguimos para arriba, nuestro único punto cardinal. Las trepadas eran duras pero la Paca las hacía bramando, como pidiendo más, atravesábamos túneles que juro se abrían a nuestro paso, las montañas rendidas ante la fuerza de los dos pequeños cilindros... hasta la última subida, justo antes del túnel del Cristo Redentor, a casi 4000 metros sobre el nivel del mar, donde la altura se hizo notar en el motorcito y nos obligó a poner primera para hacer esos dos kilómetros finales a paso de hombre.




El túnel.

Y la luz al final del mismo...

Del otro lado sólo nos restaba bajar de los 4000 metros de altura en la frontera hasta el nivel del mar en Quintero, cerca de Viña, en algo más de 100 kilómetros; allá iríamos hasta un lugar llamado Ritoque, a encontrarnos con el Diego, un hermano de viaje al que no veía hacía más de diez años.

lunes, 9 de marzo de 2015

Córdoba - Chilecito - San Juan

Arrancando

Giro la llave, la luz de contacto se enciende, la miro a Ale y sé que todo está por comenzar. Tiro la palanca de arranque, acaricio el acelerador y la chispa primordial de las bujías le da vida de vuelta al motorcito con la fuerza de mil soles. Piso el embrague, busco la primera y despacito, como cada vez, la furgo se mueve para adelante sonando a latas, siempre a latas.

Atrás queda el citro gris del Santi, su mamá y la Anita, que en levísima caravana nos acompañan hasta la comuna San Roque. Un poco más atrás, antes de salir de Córdoba, queda también el Oscar, cómplice necesario de esta locura. Más temprano aún, los abrazos apretados y los ojos húmedos de nuestras familias, entre la alegría de sabernos finalmente en camino y la preocupación obvia de no saber lo que éste nos tendrá preparado.



La furgo avanza, trepa, devora el asfalto y mastica kilómetros impasible, como tantas veces que salió a la ruta, pero esta vez cargando con todo, absolutamente todo lo que consideramos ahora nuestro hogar.

Hacemos noche en Villa de Soto, cayendo en la indulgencia de una pieza de pensión, donde por fin disfruto de una noche completa de buen sueño; en las anteriores, dormir fué algo mecánico, sin descanso, con el cuerpo apagado y la cabeza girando como un trompo sin poderla parar. Los preparativos, corridas, batallas con la mecánica, despedidas, juntadas y mudanzas ya son un recuerdo; adelante sólo queda el gris oscuro del asfalto y todos los colores del amanecer en la ruta.

Salimos temprano y temprano hacemos la primera parada técnica: mates en el dique Pichanas. Saltamos los 15 kilómetros de pozos con algo de camino y llegamos a uno de los espejos de agua menos conocidos de la provincia, y tal vez por eso tan bello. Tranquilo, limpio, con un paredón de apenas el ancho de dos personas, y una considerable cantidad de pescadores locales. Veo los baldes, las carnadas, cada uno concentrado en lo suyo y con sus técnicas secretas y seguramente falibles, y pienso en la caña de pescar que me regaló el Juan Manuel y su clase teórica en el living, y que como espada samurai espera dentro de uno de los tubos de la Paca su momento de hacer estragos en las aguas. Pero hoy no toca pescar, hay que seguir viaje.











Chilecito, volver a México

La ruta pasa del verde al blanco, al ocre y al rojo profundo sin pedir permiso. El desierto sorprende, su calor asfixia, y cuando uno ya se acostumbra a la nada, explotan las retinas contra inmensos campos de olivas, parras y jóvenes nogales, aferrados con las uñas y dientes que no tienen a las canaletas que les dan vida.

Llegamos a Chilecito, a lo de Belén y Armando, que casi sin conocernos nos abren las puertas de su casa. Ella es hermana del Luis, un amigo y compañero de feria, Armando su novio mexicano. Horas y horas de charla me llevan de vuelta a México, a sus gentes, sabores y realidades, que tan cerquita siento a pesar de los años y los kilómetros. Armando, músico, con sus rastas hasta las rodillas y su barba épica, habla en ese español tan bonito, tan chingón que tanto me gusta. El tipo es un apasionado de lo que hace, y contagia las ganas de encontrar eso que nos apasione, que nos moviliza, lo que en definitiva buscamos en este viaje.





Hacemos un par de dias de feria, contentos de poder trabajar tranquilos; en la última feria en la que estuvimos de visitantes, en Villa Las Rosas, pretendían cobrarnos una fortuna ($300) por día, sin darnos más que un enchufe a la noche. En Chilecito la feria funciona bajo una carpa, con puestos enormes, con guardia para dejar el paño armado y hasta wifi gratuito por la módica y mucho más razonable cantidad de $20 diarios.


Sabíamos que Chilecito iba a ser una parada breve, las ganas de enfrentar la cordillera eran demásiado grandes. Nos hicimos una escapada hasta Sañogasta, un oasis a unos 30 kilómetros de Chilecito, pasando por la infame Cuesta de Guanchín, claro ejemplo de la obstinación del hombre por dominar la montaña. Cuestas imposibles, mil curvas, caídas criminales y la Paca rugiendo en primera, en medio de un paisaje alucinógeno, hasta llegar al verdor profundo de Sañogasta y su perturbador río que desaparece por debajo del camino y quien sabe dónde sigue su trajinar.


















Primeras Guerras Mecánicas

Llegó la hora de seguir viaje hacia el Valle de la Luna, y tuvimos que volver sobre nuestros pasos hasta Patquía, ya que la Cuesta de Miranda estaba cerrada por arreglos. Sólo habíamos hecho unos pocos kilómetros, Ale iba al volante, manejando en ruta por tercera o cuarta vez, cuando escuchamos un ruido anormal en un costado, la furgo empezó a perder fuerza y a tirar para la izquierda. Banquina, sol implacable, y primera rueda pinchada. Es así, algunos viajeros llegan a Colombia sin pinchar, nosotros no hicimos ni 700 km.

Cambiamos la rueda y seguimos los 100 km que faltaban a Patquía, preocupados un poco por no tener el auxilio en medio del desierto, y otro poco por un ruido extraño que empezó a salir del motor justo en ese momento; parecía una pérdida en el escape, pero sólo lo hacía al levantar vueltas al acelerar.

Llegamos a Patquía pasado el mediodía, y el gomero que nos habían dado como referencia en la estación de servicio de la entrada del pueblo ya estaba durmiendo la siesta. Otra pareja, en un coche mucho más moderno, esperaba a la sombra en la puerta. Una vecina nos avisó que con suerte el gomero volvía a las cuatro, así que decidimos hacer lo que el pueblo y encontramos una sombra al costado de la terminal de ómnibus para echar una siesta. No alcancé a cerrar los ojos cuando se acercó un flaco, de no más de 20 años, con un tubo con un par de pulseras de macramé a pedirnos fuego y charlar un rato. Llevaba todo un dia haciendo dedo por La Rioja y San Juan tratando de llegar al Valle de la Luna, tomando cualquier ruta menos la apropiada. Venía de San Marcos, en Córdoba, y esperaba encontrarse con su hermana y su cuñado en el Valle.

Al rato llegó la pareja de la gomería, habían encontrado otra abierta un poco más adelante y volvían a avisarnos; como agradecimiento, medio los obligamos a cargar al artesano, bolso, mochila y guitarra incluídos, ya que iban para el Valle. Nos despedimos con la promesa de encontrarnos más tarde allá, pero no nos imaginábamos que el día tenía otros planes para nosotros.

Llegamos a la gomería, y la primera mala noticia: la llanta de la rueda pinchada estaba muy picada por dentro y había perforado la cámara. Le pedí al gomero que revise la de auxilio a ver si estaba en mejores condiciones, y su veredicto fué tajante, estaba igual de oxidada por dentro. Decidimos parchar la cámara pinchada y volver a armar las dos ruedas como estaban antes.

Salimos del pueblo, todavía decididos a llegar al Valle de la Luna, y con el motor haciendo cada vez más ruido; apenas hicimos unos 50 km y en el medio de la nada misma, otra vez el ruido al costado, la pérdida de fuerza y el volante tirando para la izquierda. Banquina, sol implacable, y segunda rueda en llanta. Saco el gato, llave cruz y taco de madera, abro el capot y cuando agarro el auxilio mis dedos se hunden en el tremendo vacío de otra rueda desinflada. Creo que no me quedó pariente del gomero por insultar...

Ale decidió quedarse en la furgo, mientras yo volvía abrazado a la rueda en el auto de una familia que paró al ver nuestros gestos de pedido de ayuda y que iban para Patquía.

Entré de nuevo a la gomería, con más ganas de ver dientes en el piso que de razonar, pero el gomero ya no estaba. En su lugar había un empleado, un pibe de unos 17 años que sin mostrar la menor señal de simpatía desarmó la rueda y encontró el parche despegado.

Con la rueda reparada empezó la difícil tarea de salir del pueblo, en una ruta por la que no pasaba ni el viento. Recorrí varias veces el pueblo con la rueda a cuestas, tratando de conseguir transporte: el único remisero del pueblo pretendía cobrarme un aguinaldo, y el colectivo que iba para aquel lado salía recién en dos horas. Como último recurso, y sin demasiadas ganas, me acerqué a la comisaría, donde estaban muy ocupados viendo un partido del Barcelona en la tele. Tras arreglar una colaboración "para la nafta", logré que me acercaran hasta la furgo en una camioneta policial.

Cambié la rueda y ya estábamos en marcha otra vez, al ritmo brutal de los alaridos del motor. Saludamos al Valle desde la ruta, ya que era una locura entrar sin rueda de auxilio y sin saber qué clase de demonios se alojaban en el motor. Con poca fuerza y la noche encima, decidimos detenernos en un pequeño parador en un caserío llamado La Torre. Al otro día, con energías renovadas, partimos despacito con la intención de llegar hasta San Agustín de Valle Fértil (o Valle Fértil a secas), donde podíamos hacer base para revisar los problemas de la furgo. Pero uno propone y la mecánica dispone, llegando a Usno, a apenas 10 km de Valle Fértil, otra de las ruedas decidió rendirse. Ya harto de lo ridículo de la situación, decido sacrificarla y seguir rodando en llanta hasta el gomero del pueblo, que oportunamente estaba de vacaciones. Para colmo de males, como el motor no tenía suficiente fuerza estábamos andando en segunda y tercera, lo que hizo que consumiéramos toda la nafta del tanque; obviamente, nadie en el pueblo vendía gasolina. Otra vez abrazado a una rueda pinchada, pero esta vez con Ale y un bidón vacío, conseguimos rápidamente llegar a Valle Fértil a dedo.

El gomero nos dió malas noticias otra vez: ni la cámara ni la cubierta servían, y el único repuestero del pueblo no tenía nada en la medida del citro. Intenté sin éxito llamar a la grúa del seguro, pero no hubo forma de hacerle entender a la señorita que me atendió que era imposible darle más referencias sobre la ubicación de la furgo más que decirle que era la única citroneta verde y negra sobre la ruta en las dos cuadras de pueblo que tiene Usno.

Acá hago un paréntesis necesario. Soy parte de un club citronero en Córdoba, y particularmente de un grupo de gente que nos consideramos compañeros y que estamos siempre dispuestos a dar una mano al que la necesite, especialmente en lo relativo a la mecánica. Orgullosamente hablamos de los "citroneros de corazón", para lo que no es ni siquiera necesario tener un auto, si no ser solidario con el que lo necesita. Hay gente que puede tener una docena de autos y no importarle en lo más mínimo lo que le pase al prójimo.

El repuestero que mencioné antes tenía un citroen 3cv en la puerta de la casa de repuestos, al lado de la gigantesca toyota 4x4 en la que se movía. El auto estaba claramente abandonado, pero con las cuatro ruedas infladas. Intenté convencerlo de que me prestara una rueda para poder traer la furgo andando hasta la estación de servicio ubicada justo al frente, le ofrecí dejarle mi documento, y que Ale se quede enfrente de su local, pero no hubo forma. Con una absoluta cara de piedra me pedía mil pesos de garantía para prestarme una rueda que no salía más de 500.

Casi derrotados, decidimos probar suerte con el otro gomero del pueblo, Ricardo. Y acá empezó a cambiar el viento. Ricardo, con una cara de bueno pocas veces vista, nos recomendò buscar al "pampeano", un viejito que tenía una furgo parecida a la nuestra. Con pocas referencias y tras haber juntado fuerzas con una docena de empanadas, empecé a caminar por un barrio bastante más humilde, muy distinto al sector turístico del pueblo. El Pampeano tiene un pequeño almacén que pude ubicar gracias a sus vecinos, y a la furgoneta celeste destartalada en la cochera. Flaco, curtido por el sol y el campo, ciego de un ojo, el viejo escuchó mis problemas y me hizo pasar al fondo de su patio, donde entre gallinas, pavos, y un horno de leña todavía caliente había una media docena de cubiertas prácticamente transparentes. Su pequeño tesoro, su ahorro en caucho para cuando no se consiguen cubiertas rodado 15, que si en Córdoba son figurita difícil y cara, imagínense en Valle Fértil. En seguida separó las tres mejorcitas, y una cámara que era más parche que goma. Se disculpó por no poder prestarme su auxilio, ya que en un rato salía para el campo a buscar leña y necesitaba llevarla por cualquier cosa. Ahí entendí el estado de la cámara que me estaba dando. Agarré dos de las cubiertas y la cámara, y cuando quise pagarle no me quiso aceptar más que una suma ridícula y simbólica. Encima me dejó la tercer cubierta a mano en el jardín de su casa, por si las otras no me servían.

Volvimos con cara de juguete nuevo a lo de Ricardo, para armar una de las ruedas, buscar la furgo y volver para armar el auxilio. Con la rueda arreglada y bidón lleno en mano, empezamos a caminar para el lado de la ruta, con la intención de hacer dedo hasta Usno. No habíamos hecho más de un par de cuadras cuando veo venir un renault 12 blanco, le tiro el dedo y para mi asombro se para al lado nuestro; el mismísimo Ricardo, había cerrado su local para arrimarnos los 10 km hasta Usno.

Con la furgo de vuelta andando, llegamos a la estación de servicio de Valle Fértil para reagrupar las tropas y descansar un poco. Llevábamos dos días renegando con las ruedas y con un motor que no levantaba más de 50, por lo que la YPF, con baños limpios, ducha caliente, sombra y wifi era como el Hilton para nosotros.

Con el apoyo del equipo citronero en Córdoba, descubrimos que se había soltado una de las tuercas que agarran la tapa de cilindros al cárter del motor, por lo que no teníamos compresión de ese lado. La ajusto, salgo a probar la furgo por el pueblo y a las pocas cuadras de vuelta el ruido. Vuelta a apretar, encaramos la ruta valientemente con la idea de irnos acercando a San Juan, pero el Valle no nos quería dejar ir. Esos dos kilómetros saliendo del pueblo se convirtieron en una pesadilla, íbamos y veníamos con la furgo llorando aceite y sin poder levantar velocidad. Al tercer día, decidimos meterle una última apretada y seguir viaje como fuera posible; el envión nos duró unos 40 km, hasta la pequeña población de Astica. Quise darle otra apretada a la tuerca rebelde, sólo para encontrarme con que el problema estaba en la parte de adentro del motor, se había robado la rosca del block que sostiene el espárrago (un tornillo de dos puntas) del lado interior. Con la noche encima, y siguiendo los consejos de un camionero que estaba parado sobre la ruta esperando unos repuestos, decidimos dormir ahí, al resguardo del camión. Compartimos unos fideos banquineros con Alberto, el camionero, y nos metimos a descansar en la furgo.

Me desperté muy temprano, después de una noche de mal sueño, no podía dejar de pensar en cómo hacer los casi 200 km que faltaban a San Juan. La Paca ya no tenía resto más que para volver a Valle Fértil y la idea de desarmar medio motor en la estación de servicio no me causaba ninguna gracia. La noche anterior Alberto había dejado caer la idea de que si no podíamos seguir viaje él nos podría tirar con el camión, pero ahora no estaba muy convencido de hacerlo ya que su jefe iba a llevarle el repuesto y no iba a autorizar semejante cosa. Pasado el mediodía apareció una camioneta con el repuesto, y contento por que no había aparecido el jefe, lo ayudé a cambiarlo. Pero al rato llegó otra camioneta, con el dichoso jefe. Nos hicimos chiquitos adentro de la furgo, casi sin respirar, esperando que no se quedara a supervisar el arreglo. Afortunadamente los jefes suelen huírle a la grasa y el trabajo pesado, y éste no era la excepción. Con la camioneta alejándose para Valle Fértil y el problema del camión solucionado, atamos dos cadenas entre el acoplado y la furgo y salimos por fin rumbo a San Juan, atrás de 45 toneladas de dolomita. Alberto se jugó su trabajo para darnos una mano, y nos dejó cerca de Caucete, a dos pasos ya de San Juan. Tras otro intento fallido de usar la grúa del seguro, hicimos esos últimos 27 km chorreando aceite y con tanto humo que parecía que estábamos haciendo un asado en la furgo.



Llegamos a San Juan de capa caída, pero contentos de llegar. Nos esperaban Cristina y su familia, para hacernos sentir que un hogar puede estar en el lugar menos pensado, y donde haríamos base por unos días para seguir batallando con la mecánica hasta poder seguir viaje. A pesar de los problemas, sigo convencido de que hay gente maravillosa y desinteresada dispuesta a darnos una mano, y eso ya es más que suficiente para enfrentar lo que sea que venga con una gran sonrisa en la cara.

domingo, 15 de febrero de 2015

Córdoba - Uruguay, Febrero 2011

Allá por el 2011, después de un mínimo cambio de aros y reajustada de tuercas varias, decidimos probar suerte y hacer temporada en Uruguay. Volvimos enamorados del país y su maravillosa gente, con más ganas de pelear el invierno en sus costas solitarias que en el asfalto cordobés, y convencidos de que la furgo era el vehículo ideal para nosotros y el viaje a México que veníamos planeando. Lo que sigue es una pequeña crónica que escribí para el foro citronero del que soy parte y que sirve de fuente inagotable de información que nos ayudó a tener listo el citro.

"Salimos de Córdoba por la 19 con la intención de llegar lo antes posible a Valizas, o sea que no paramos en ningún lado más que a dormir. De todas formas 'lo antes posible' fueron cuatro dias en el citro, íbamos a 80 por hora promedio y parando a cada rato, tomándolo con mucha calma. Hasta que cargamos la furgo y compramos un par de cosas que nos hacían falta para el auto terminamos saliendo cerca del mediodía. Como a las siete de la tarde llegamos a Paraná, nos quedamos en el camping de la Toma Vieja, justo pegado al río. Acá pasó algo raro con el auto, antes de salir de Córdoba le medí el aceite y estaba en el nivel correcto, y al revisarlo de nuevo en Paraná a la mañana siguiente antes de salir estaba como un centimetro por debajo de la marca mínima. Le completé hasta donde debe tener y después no tuve que agregarle ni una gota hasta hoy, 3000 km después... cosas raras de estos bichos.

Al otro día salimos tranquilos para Colón, cruzamos la frontera a la tardecita, me llamó la atención que no me pidieron ni el carnet de conducir ni el seguro. Ya en Paisandú nos enteramos que Uruguay estaba una hora adelantado, así que todos los bancos acababan de cerrar. Un taxista me mandó al Casino, donde te cambian plata las 24 hs. Buen dato.

De Paysandú seguimos hasta Young, donde hicimos noche en una estación de servicio en la ruta. La primera Pilsen, y la primera noche adentro de la furgo. La plataforma de machimbre cumple, si bien no es lo mas cómodo del mundo, es mas práctico que armar la carpa.


Cocina / Comedor
Dormitorio

Al otro día salimos de Young por la tres, pero después de Andresito agarramos un tramo de la ruta vieja, bastante descuidado pero mucho mas interesante. Esta ruta pasa por las Grutas de Palacio, un lugar alucinante y poco conocido. El encargado nos contó que muy poca gente va al lugar y no se le da la promoción oficial que debería, siendo un lugar único en el mundo por sus características. También nos puso al tanto de quienes están atrás de los campos de soja que veníamos viendo desde que cruzamos la frontera, nunca nos imaginamos a Uruguay como un país sojero, pero aparentemente hay condiciones impositivas que hacen que a los grandes sojeros argentinos les convenga plantar allá. Una vergüenza, se tienen que bancar todos los problemas que trae el cultivo de ese yuyo y los beneficios económicos se los llevan los mismos peces gordos que se están forrando acá...






Acá hay mas información y mejores fotos http://grutadelpalacio.blogspot.com/ Los que han ido a Uruguay pasaron al lado seguramente, si tienen la oportunidad de visitarlo no dejen de hacerlo, vale la pena, el lugar es especial y la gente que lo atiende también.

Mas tarde agarramos la interbalnearia, pasando por Montevideo al atardecer. La costanera es preciosa, aunque había tanto viento que las olas mojaban la calle. Llegamos a Atlántida de noche, caímos al camping de los empleados de ancap, lindo pero bastante salado. Al otro día desayuno en la playa y a pasear por la costera, nos metimos en todos lados.


Punta del Este desde Punta Ballenas

La mano, obviamente

Desde el faro de José Ignacio, se alcanza a ver la furgo bien chiquita en la calle

Esa noche llegamos finalmente a Valizas, donde nos quedamos casi un mes y medio. Conseguimos un puesto en la feria y pudimos trabajar tranquilos todos los días. Valizas es increíble, un paraíso hippie del que nos costó horrores salir. Lo usamos de base para recorrer otras playas cercanas, Punta del Diablo, Aguas Dulces, Barra del Chuy, Santa Teresa.

Santa Teresa es un parque nacional enorme, con distintos lugares para acampar, una fortaleza del siglo 16,  varias playas muy lindas, un mini-zoo... Fuimos varias veces a Castillos, mas que nada a comprar material para seguir trabajando, al banco o a cargar nafta, y dos veces al Chuy, en la frontera con Brasil, una ciudad llena de freeshops ideales para aprovisionarse de whisky y chucherías electrónicas a muy buen precio.

Valizas, difícil dejarla... un par de fotos:

La feria en Valizas. Estábamos en el primer puesto.

Punta del Diablo

Brasiiiiiillll... lalalalala lalalá...

Asadazo, Santa Teresa

El Chorro, Santa Teresa

La Fortaleza

El Invernadero








Al camping donde parábamos en Valizas llegaron  unos alemanes grafiteros, y surgió la idea de pintarle algo a la Paca, así que conseguimos un par de aerosoles en Castillos y nos quedamos hasta las 5 de la mañana pintando el auto y tomando unos tintos en la puerta del supermercado, el único lugar con luz semidecente en la calle. Casi no hay luz pública en Valizas, así que el cielo se ve impresionante de noche. Hay una movida que pretende poner alumbrado público impulsada mas que nada por la gente que tiene casas de vacaciones ahí y sólo van dos meses al año, los que viven en Valizas todo el año se oponen ya que les arruinaría el cielo increíble que tienen.

Así quedó la Paca con su nuevo maquillaje:

Los vándalos

Perfil derecho
Después de carnaval no quedó nadie en Valizas, así que con muy pocas ganas decidimos pegar la vuelta. En el regreso paramos de casualidad en un lugar llamado Punta Rubia, justo antes de La Pedrera, y nos encontramos con un paisaje muy raro, le dicen el Valle de la Luna, no quisimos bajar para no demorarnos, pero nos quedamos con las ganas para la próxima.

Valle de la Luna, Pta. Rubia

Valle de la Luna, Pta. Rubia

Valle de la Luna, Pta. Rubia

La Pedrera

La Pedrera


Convivencia, La Pedrera
Llegando a Atlántida nos agarró una tormenta muy fea, así que hicimos noche en una ancap sobre la ruta, tomándonos las últimas Pilsen y viendo las noticias del terremoto de Japón en el tele de la estación de servicio. Nos despertó el frío a las 4 de la mañana, y viendo que el clima seguía espantoso desistimos de hacer feria en Montevideo y le metimos pata a la ruta. Cruzamos por Fray Bentos a la tardecita con la idea de llegar a la medianoche a la casa de unos amigos en Rosario, pero llegando a Gualeguay, al entrar a una estación de servicio, empieza a hacer un ruido espantoso el embrague. Decidimos hacer noche ahí mismo, ya era tarde para tratar de hacer algo. Al otro día lo llamo a Pablo del Club Citronero de Córdoba y me hace un diagnóstico preciso por teléfono, es la crapodina que anda haciéndose la loca. Lo llamo a Iván3cv (amigo del foro) y me dice que me vaya para Victoria tratando de embragarlo lo menos posible. La ruta entre Gualeguay y Victoria es una porquería, está destrozada por los camiones, menos mal que no la hicimos de noche. Por suerte la furgo es gauchita y se bancó todo el trecho en cuarta sin tocarle el embrague hasta que entramos a las cabañas de Iván y Damián Augusto (dos amigazos citroneros). Picamos algo, sacamos unas fotos y decidimos seguir viaje con el auto como estaba, tratando de tocar lo menos posible el embrague, no entrar a Rosario y meterle derecho hasta Córdoba.

El monumento al motoquero cara de nada en San José de Mayo

El burrito cordobés, compañero de emociones



100% FURIA Citronera!
Saliendo de Rosario encaramos la autopista nueva, que es tan nueva que no tiene absolutamente nada de nada, ni estaciones de servicios, ni peajes, na de na. Me entró el julepe de que pasara algo con el auto, antes de cruzar la frontera se nos desprendió un pedazo de cubierta y veníamos con la de auxilio que no es para nada confiable, así que agarramos la vieja ruta nueve. Después de 100 km de pura adrenalina por los pozos y los camiones y circulando a 50 promedio volvimos con la cola entre las patas a la autopista, donde al menos podíamos levantar 80 y no preocuparnos por los cráteres en el asfalto.

Llegamos a Córdoba a la madrugada, cantando canciones de los decadentes a los gritos para combatir el cansancio, y con la crapodina pegando alaridos cada vez que tocaba el embrague. A la semana, y cuando era inminente la bajada de motor para cambiarla, decidió acomodarse y no volvió a quejarse hasta ahora, por lo que estoy empezando a creer que el citro tiene poderes autocurativos.

Fueron casi 3600 km, y sólo tuvimos que cambiar dos foquitos. Todo gracias a la mano inconmensurable que nos dieron Pablo y Hernán del Club Citronero de Córdoba con el motor, que quedó un relojito. Fue una excelente prueba para el Citro, ahora hay que ponerlo en condiciones para poder salir rumbo a México en cuanto el bolsillo lo permita.

Ya falta menos. Un abrazo!"